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No hemos vacilado, por consiguiente, en escribir las historia de los hombres, puesto que otros han escrito las historias de las cosas. Y era preciso que se entendiera bajo este concepto la difícil misión del historiador. Hasta aquí sólo se ha tolerado de buen grado el que hubiera en nuestra literatura cronistas áridos o biógrafos indulgentes, preocupaciones lamentables, porque ¿qué otra cosa es la historia sino el trasunto de las acciones humanas en todos sus significados íntimos o exteriores, en su audacia desembarazada como en sus arcanos impenetrables, en su noble y responsable franqueza como en las tímidas excusas de su cobarde egoísmo? Por eso cada capítulo de la historia es la vida del hombre, y la historia misma, puede decirse así, no es sino la vida de la humanidad. Por eso también, buscar al hombre, desenterrar sus cenizas sin profanarlas, exhumar su pensamiento y su corazón sin lisonja ni calumnia, estudiarlo en todas sus fases (...) es trazar la existencia misma de una época con todas sus sombras y sus espacios luminosos y hacer revivir como en un cuadro animado la sociedad, el pueblo y los gobiernos que las generaciones, esas lápidas mudas que se van renovando periódicamente sobre el vasto sepulcro del linaje humano, han ido cubriendo y olvidando. Tal manera de concebir la historia no hace de ésta solo una enseñanza, constituye casi una resurrección.
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