Sentado a la sombra inmortal de un sepulcro,
o enarbolando el gran anillo matrimonial
herido a la manera de palomas que se deshojan como congojas,
escarbo los últimos atardeceres.
Como quien arroja un libro de botellas tristes a la Mar-Océano
o una enorme piedra de humo echando sin embargo
espanto a los acantilados de la historia
o acaso un pájaro muerto que gotea llanto,
voy lanzando los peñascos inexorables del pretérito
contra la muralla negra.
Y como ya todo es inútil,
como los candados del infinito crujen en goznes mohosos,
su actitud llena la tierra de lamentos.
Escucho el regimiento de esqueletos del gran crepúsculo,
del gran crepúsculo cardíaco o demoníaco,
maníaco de los enfurecidos ancianos,
la trompeta acusatoria de la desgracia acumulada,
el arriarse descomunal de todas las banderas,
el ámbito terriblemente pálido de los fusilamientos,
la angustia del soldado que agoniza entre tizanas y frazadas,
a quinientas leguas abiertas del campo de batalla,
y sollozo como un pabellón antiguo.
Hay lágrimas de hierro amontonadas,
pero por adentro del invierno
se levanta el hongo infernal del cataclismo personal,
y catástrofes de ciudades que murieron y son polvo remoto, aúllan.
Ha llegado la hora vestida de pánico
en la cual todas las vidas carecen de sentido, carecen de destino,
carecen de estilo y de espada,
carecen de dirección, de voz,
carecen de todo lo rojo y terrible de las empresas
o las epopeyas o las vivencias ecuménicas,
que justificarán la existencia como peligro y como suicidio;
un mito enorme, equivocado, rupestre, de rumiante fue el existir;
y restan las chaquetas solas del ágape inexorable,
las risas caídas y el arrepentimiento invernal de los excesos,
en aquel entonces antiquísimo con rasgos de santo y de demonio,
cuando yo era hermoso como un toro negro y tenía las mujeres que quería
y un revólver de hombre a la cintura.
Fallan las glándulas
y el varón genital intimidado por el yo rabioso,
se recoge a la medida del abatimiento o atardeciendo
araña la perdida felicidad en los escombros;
el amor nos agarró y nos estrujó como a limones desesperados,
yo ando lamiendo su ternura, pero ella se diluye en la eternidad,
se confunde en la eternidad, se destruye en la eternidad y aunque existo porque batallo
y «mi poesía es mi militancia»,
todo lo eterno me rodea amenazándome y gritando desde la otra orilla.
Busco los musgos, las cosas usadas y estupefactas,
lo postpretérito y difícil, arado de pasado e infinitamente de olvido,
polvoso y mohoso como las panoplias de antaño,
como las familias de antaño, como las monedas de antaño,
con el resplandor de los ataúdes enfurecidos,
el gigante relincho de los sombreros muertos,
o aquello únicamente aquello que se está cayendo en las formas,
el yo público, la figura atronadora del ser que se ahoga contradiciéndose.
Ahora la hembra domina, envenenada,
y el vino se burla de nosotros como un cómplice de nosotros,
emborrachándonos, cuando nos llevamos la copa a la boca dolorosa,
acorralándonos y aculatándonos contra nosotros mismos como mitos.
Estamos muy cansados de escribir universos sobre universos
y la inmortalidad que otrora tanto amaba el corazón adolescente,
se arrastra como una pobre puta envejeciendo;
sabemos que podemos escalar todas las montañas de la literatura
como en la juventud heroica, que nos aguanta el ánimo
el coraje suicida de los temerarios, y sin embargo yo,
definitivamente viudo, definitivamente solo, definitivamente viejo,
y apuñalado de padecimientos,
ejecutando la hazaña desesperada de sobrepujarme,
el autoretrato de todo lo heroico de la sociedad y la naturaleza me abruma;
¿qué les sucede a los ancianos con su propia ex-combatiente sombra?
se confunden con ella ardiendo
y son fuego rugiendo sueño de sombra hecho de sombra,
lo sombrío definitivo y un ataúd que anda llorando sombra sobre sombra.
Viviendo del recuerdo, amamantándome del recuerdo,
el recuerdo me envuelve y al retornar a la gran soledad de la adolescencia,
padre y abuelo, padre de innumerables familias,
rasguño los rescoldos, y la ceniza helada agranda la desesperación
en la que todos están muertos entre muertos,
y la más amada de las mujeres, retumba en la tumba de truenos y héroes
labrada con palancas universales o como bramando.
¿En qué bosques de fusiles nos esconderemos de aquestos pellejos ardiendo?
porque es terrible el seguirse a sí mismo
cuando lo hicimos todo, lo quisimos todo, lo pudimos todo
y se nos quebraron las manos, las manos y los dientes mordiendo hierro con fuego;
y ahora como se desciende terriblemente de lo cuotidiano a lo infinito,
ataúd por ataúd, desbarrancándonos como peñascos o como caballos mundo abajo,
vamos con extraños, paso a paso y tranco a tranco
midiendo el derrumbamiento general,
calculándolo, a la sordina,
y de ahí entonces la prudencia que es la derrota de la ancianidad;
vacías restan las botellas, gastados los zapatos
y desaparecidos los amigos más queridos,
nuestro viejo tiempo, la época
y tú, Winétt, colosal e inexorable.
Todas las cosas van siguiendo mis pisadas, ladrando desesperadamente,
como un acompañamiento fúnebre,
mordiendo el siniestro funeral del mundo,
como el entierro nacional de las edades, y yo voy muerto andando.
infinitamente cansado, desengañado, errado,
con la sensación categórica de haberme equivocado en lo ejecutado
o desperdiciado o abandonado o atropellado al avatar del destino
en la inutilidad de existir y su gran carrera despedazada.
Comprendo y admiro a los líderes,
pero soy el coordinador de la angustia del universo,
el suicida que apostó su destino a la baraja de la expresionalidad
y lo ganó perdiendo el derecho a perderlo,
el hombre que rompe su época y arrasándola, le da categoría y régimen,
pero queda hecho pedazos y a la expectativa;
rompiente de jubilaciones, ariete y símbolo de piedra,
anhelo ya la antigua plaza de provincia
y la discusión con los pájaros,
el vagabundaje y la retreta apolillada en los extramuros.
Está lloviendo, está lloviendo, está lloviendo,
¡ojalá siempre esté lloviendo, esté lloviendo siempre
y el vendaval desenfrenado que yo soy íntegro,
se asocie a la personalidad popular del huracán!
A la manera de la estación de ferrocarriles,
mi situación está poblada de adioses y de ausencia,
una gran lágrima enfurecida derrama tiempo con sueños y águilas tristes;
cae la tarde de la literatura y no hicimos lo que pudimos,
cuando hicimos lo que quisimos con nuestro pellejo.
El aventurero de los océanos deshabitados,
el descubridor, el conquistador, el gobernador de naciones
y el fundador de ciudades tentaculares,
como un gran capitán frustrado,
rememorando lo soñado como errado y vil
o trocando en el escarnio celestial del vocabulario
espadas por poemas, entregó la cuchilla rota del canto
al soñador que arrastraría adentro del pecho universal muerto,
el cadáver de un conductor de pueblos,
con su bastón de mariscal tronchado y echando llamas.
El «borracho, bestial, lascivo e iconoclasta» como el cíclope de Eurípides,
queriendo y muriendo de amor, arrasándola a la amada en temporal de besos,
es ya nada ahora más que un león herido y mordido de cóndores.
Caduco en «la República asesinada»
y como el dolor nacional es mío, el dolor popular me horada la palabra,
desgarrándome, como si todos los niños hambrientos de Chile fueran mis parientes;
el trágico y el dionisíaco naufragan en este enorme atado de lujuria en angustia,
y la acometida agonal se estrella la cabeza en las murallas enarboladas de sol caído,
trompetas botadas, botellas quebradas, banderas ajadas,
ensangrentadas por el martirio del trabajo mal pagado;
escucho la muerte roncando por debajo del mundo
a la manera de las culebras,
a la manera de las escopetas apuntándonos a la cabeza,
a la manera de Dios, que no existió nunca.
Hueso de estatua gritando en antiguos panteones,
amarillo y aterido como crucifijo de prostituta,
llorando estoy, botado, con el badajo de la campana del corazón hecho pedazos,
entre cabezas destronadas, trompetas enlutadas y cataclismos,
como carreta de ajusticiamiento,
como espada de batallas perdidas en montañas, desiertos y desfiladeros,
como zapato loco.
Anduve todos los caminos preguntando por el camino,
e intuyó mi estupor que una sola ruta, la muerte adentro de la muerte
edificaba su ámbito adentro de la muerte,
reintegrándose en oleaje oscuro a su epicentro;
he llegado adonde partiera, cansado y sudando sangre
como el Jesucristo de los olivos, yo que soy su enemigo;
y sé perfectamente que no va a retornar ninguno de los actos pasados o antepasados,
que son el recuerdo de un recuerdo
como lloviendo años difuntos del agonizante ciclópeo,
porque yo siendo el mismo soy distinto, soy lo distinto mismo y lo mismo distinto;
todo lo mío ya es irreparable;
y la gran euforia alcohólica en la cual naufragaría el varón conyugal de entonces,
conmemorando los desbordamientos felices,
es hoy por hoy un vino terrible despedazando las vasijas o clavo ardiendo.
Tal como esos molos muertos del atardecer,
los deseos y la ambición catastrófica,
están rumiando verdad deshecha y humo
en los sepulcros de los estupendos panteones extranjeros,
que son ríos malditos a la orilla del mar de ceniza que llora abriendo su boca de tromba.
El garañón desenfrenado y atrabiliario,
cuyos altos y anchos veinte años meaban las plazas públicas del mundo,
dueño del sexo de las doncellas más hermosas
y de los lazos trenzados de doce corriones,
da la lástima humillatoria del cazador de leones decrépito y dramático,
al cual la tormenta de las pasiones acumuladas
como culebras en un torreón hundido, lo azota;
me repugna la sexualidad pornográfica,
y el cadáver de Pan enamorado de la niña morena;
pero el viejo es de intuición y ensoñación e imaginación cínica
como el niño o el gran poeta a caballo en el espanto,
tremendamente amoral y desesperado,
y como es todo un hombre a esas alturas,
anda levantándoles las polleras a las hembras chilenas e internacionales
y cayendo de derrota en derrota en la batalla entre los hechos y los sueños;
es mentira la ancianidad agropecuaria y de égloga,
porque el anciano se está vengando,
cuando el anciano se está creando su pirámide;
como aquellos vinos añejos, con alcohol reconcentrado en sus errores
y ecos de esos que rugen como sables o como calles llenas de suburbio,
desgarraríamos los toneles si pudiese la dinamita adolorida del espíritu
arrasar su condensación épica, y sol caído, su concentración trágica,
pero los abuelos sonríen en equivalente frustrados,
no porque son gangochos enmohecidos, sino rol marchito,
pero con fuego adentro del ánimo.
Sabemos que tenemos el coraje de los asesinados y los crucificados por ideas,
la dignidad antigua y categórica de los guerreros de religión,
pero los huesos síquicos flaquean, el espanto cruje de doliente
y se caen de bruces los riñones, los pulmones, los cojones de las médulas categóricas.
Agarrándonos a la tabla de salvación de la poesía, que es una gran máquina negra,
somos los santos carajos y desocupados de aquella irreligiosidad horrenda
que da vergüenza porque desapareció cuando desapareció el último «dios» de la tierra,
y la nacionalidad de la personalidad ilustre,
se pudre de eminente y de formidable como divino oro judío;
todo lo miramos en pasado, y el pasado, el pasado,
el pasado es el porvenir de los desengañados y los túmulos;
yo, en este instante, soy como un navío que avanza mar afuera
con todo lo remoto en las bodegas y acordeones de navegaciones;
querríamos arañar la eternidad y a patadas, abofeteándola,
agujerear su acerbo y colosal acero;
olorosos a tinajas y a tonelería o a la esposa fiel, a lágrima deshabitada,
a lo chileno postpretérito o como ruinoso y relampagueante,
nuestros viejos sueños de antaño ya hogaño son delirio,
nuestros viejos sueños de antaño, son llanto usado y candelabros de espantajos,
valores de orden y categorías sin vivencias.
Envejeciendo con nosotros, la época en desintegración entra en coma,
entra en sombra, entra toda la gran tiniebla de quien rodase periclitando,
pero por adentro le sacamos los nuevos estilos contra los viejos estilos
arrastrándolos del infierno de los cabellos restableciendo lo inaudito de la juventud,
el ser rebelde, insurgente, silvestre e iconoclasta.
La idolatrábamos, e idolatrándola,
nos revolcábamos en la clandestinidad de la mujer ajena
y retornábamos como sudando lo humano, chorreando lo humano, llorando lo humano,
o despavoridos o acaso más humanos que lo más humano entre lo más humano,
más bestias humanas, más error, más dolor, más terror,
porque el hombre es precisamente aquello,
lo que deviene sublimidad en la gran caída, flor de victorias-derrotas llamando,
gritando, llorando por lo desaparecido,
como grandes, tremendos mares-océanos degollándose en oleajes,
criatura de aventura contra el destino,
voz de los naufragios en los naufragios resplandeciendo, estrella de tinieblas,
ahora no caemos porque no podemos y como no caemos,
a la misma altura, morimos, porque el cuero del cuerpo,
como los viejos veleros, se prueba en la tormenta;
del dolor del error salió la poesía, del dolor del error y el hombre enorme,
contradictorio, aforme, acumulado,
el hombre es el eslabón perdido de una gran cadena de miserias,
el hombre expoliado y azotado por el hombre,
y hoy devuelvo a la especie la angustia individual;
adentro del corazón ardiendo nosotros la amamantamos con fracasos
que son batallas completamente ganadas en literatura, contra la literatura;
la amamos y la amábamos con todo lo hondo del espíritu,
furiosos con nosotros, hipnotizados, horrorizados, idiotizados,
con el ser montañés que éramos, agrario-oceánicos de Chile,
ahora es ceniza, ceniza y convicción materialista, ceniza y desesperación helada,
lo trágico enigmático, paloma del mundo e historia del mundo,
y aquella belleza inmensa e idolatrada, Luisa Anabalón, entrañas.
Ruge la muerte con la cabeza ensangrentada y sonríe pateándonos,
y yo estoy solo, terriblemente solo, medio a medio de la multitud que amo y canto,
solo y funeral como en la adolescencia,
solo, solo entre los grandes murallones de las provincias despavoridas,
solo y vacío, solo y oscuro, solo y remoto, solo y extraño, solo y tremendo,
enfrentándome a la certidumbre de hundirme para siempre
en las tinieblas sin haberla inmortalizado con barro llorado,
y extraño como un lobo de mar en las lagunas.
Los años náufragos escarban, arañan, espantan
son demoníacos y ardientes como serpientes de azufre,
porque son besos rugiendo, pueblos blandiendo la contradicción,
gestos mordiendo, el pan candeal quemado del presente,
esta cosa hueca y siniestra de saberse derrumbándose,
cayendo al abismo abierto por nosotros mismos, adentro de nosotros mismos,
con nosotros mismos que nos fuimos cavando y alimentando de vísceras.
Así se está rígido, en círculo, como en un ataúd redondo y como de ida y vuelta,
aserruchando sombra, hachando sombra, apuñalando sombra,
viajando en un tren desorbitado y amargo que anda tronchado en tres mitades y llora inmóvil,
sin itinerario ni línea, ni conductor, ni brújula,
y es como si todo se hubiese cortado la lengua entera con un pedazo de andrajo.
Muertas las personas, las costumbres, las palabras,
las ciudades en las que todas las murallas están caídas, como guitarras de desolación,
y las hojas profundas, yertas,
yo ando tronando, desorientado, y en gran cantidad
melancólicamente uncido a antiguas cosas arcaicas que periclitaron,
a maneras de ser que son yerbajos o lagartos de ruinas,
y me parece que las vías publicas son versos añejos y traicionados o cirios llovidos;
la emotividad épica se desgarra universalmente en el asesinato general del mundo,
planificado por los verdugos de los pueblos,
a la espalda de los pueblos entre las grandes alcantarillas de dólares,
o cuando miramos a1 mixtificador, ahito de banquetes episcopales
hartarse de condecoraciones y dinero con pelos, hincharse y doparse
enmascarándose en una gran pausa humana y refocilándose como un gran demonio
y un gran podrido y un gran engendro de Judas,
condecorado de bienestar burgués sobre el hambre gigante de las masas,
relajándolas y humillándolas.
Encima de bancos de palo que resuenan como tabernas,
como mítines, como iglesias o como sepulcros,
como acordeones de ladrones de mar en las oceanías de las cárceles
o como átomos en desintegración,
sentados los ancianos me aguardan desde cinco siglos
hace con los brazos cruzados a la espalda,
a la espalda de las montañas huracanadas que les golpean los testículos,
arrojándolos a la sensualidad de la ancianidad, que es terrible,
arrojándolos a patadas de los hogares y de las ciudades,
porque estos viejos lesos son todos trágicos,
arrojándolos, como guiñapos o pingajos, a la nada quebrada de las apátriadas
a lo que nadie quiere, porque nadie teme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario