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A un siglo de la muerte de Francisco Ferrer i Guardia, un sentido homenaje a este pedagogo libertario fusilado por el gobierno español sólo por educar a los niños de una manera distinta y que el gobierno consideró criminal, pero que Freire, Tolstoi, el mismo Ferrer y tantos otros demostraron con hechos que no era eso. Que era mucho más: que otra educación es posible y necesaria.
Mi situación como profesor de idioma español me puso en contacto con personas de todas clases. Sólo ví gente dispuesta a sacar el mejor partido posible de la vida en sentido individual: unos estudiaban el idioma español para proporcionarse un avance en su profesión, otros para estudiar la literatura española y perfeccionarse en su carrera, algunos hasta para proporcionarse mayor intensidad en sus placeres viajando por los países en que se habla el idioma.
A nadie chocaba el absurdo dominante por la incongruencia que existe entre lo que se cree y lo que se sabe, ni nadie apenas se preocupaba de dar una forma racional y justa a la solidaridad humana, que diera a todos los vivientes en cada generación la participación correspondiente en el patrimonio creado por las generaciones anteriores.
Entre mis alumnos se contaba la señorita Meunier, dama rica, sin familia, muy aficionada a los viajes, que estudiaba el español con la idea de realizar un viaje a España. Católica convencida y observante escrupulosamente nimia, para ella la religión y la moral eran una misma cosa. Odiaba a los revolucionarios, confundía con el mismo inconsciente e irreflexivo sentimiento todas las manifestaciones de la incultura popular, debido entre otras causas de educación y de posición social, a que recordaba rencorosamente que en los tiempos de la Commune había sido insultada por los pilluelos de París yendo a la iglesia en compañía de su mamá.
Exponía siempre sin reserva lo absoluto de su criterio, y muchas veces tuve ocasión de hacerle observar prudentemente sus erróneos juicios. En nuestras frecuentes conversaciones evité dar a mi criterio un calificativo, y no vio en mí el partidario ni el sectario de opuesta creencia, sino un razonador prudente con quien tenía gusto en discutir.
Formó de mí tan excelente juicio que, falta de afectos íntimos por su aislamiento, me otorgó su amistad y absoluta confianza, invitándome a que la acompañara en sus viajes. Acepté la oferta y viajamos por diversos países, y con mi conducta y nuestras conversaciones tuvo un gran desengaño, viéndose obligada a reconocer que no todo irreligioso es un perverso ni todo ateo un criminal empedernido, toda vez que yo, ateo convencido, resultaba una demostración viviente contraria a su preocupación religiosa.
Pensó entonces que mi bondad era excepcional, recordando que se dice que toda excepción confirma la regla; pero ante la continuidad y la lógica de mis razonamientos hubo de rendirse a la evidencia; y si bien respecto de religión le quedaron dudas, convino en que una educación racional y una enseñanza científica salvarían a la infancia del error, darían a los hombres la bondad necesaria y reorganizarían la sociedad en conformidad con la justicia.
Le impresionó extraordinariamente la sencilla consideración de que hubiera podido ser igual a aquellos pilluelos que la insultaron si a su edad se hubiera hallado en las mismas condiciones que ellos. Así como, dado su prejuicio de las ideas innatas, no pudo resolver a su satisfacción este problema que le planteé: Suponiendo unos niños educados fuera de todo contacto religioso, ¿qué tendrían de la divinidad al entrar en la edad de la razón?
Un día, cansado de sólo hablar y no obrar, le dije: "Señorita: hemos llegado a un punto en que es preciso determinarnos a buscar una orientación nueva. El mundo necesita de nosotros, reclama nuestro apoyo, y en conciencia no podemos negárselo. Paréceme que emplear en comodidad y placeres recursos que forman parte del patrimonio universal, y que servirían para fundar una institución útil y reparadora, es cometer una defraudación, y esto, ni en concepto de creyente ni en el de librepensador puede hacerse. Por tanto, anuncio a usted que no puede contar conmigo para los viajes sucesivos. Yo me debo a mis ideas y a la humanidad, y pienso que usted, sobre todo desde que ha reemplazado su antigua fe por un criterio racional, debe sentir igual deber."
Esta decisión le sorprendió, pero reconoció su fuerza, y sin más excitación que su bondad natural y su buen sentido, concedió los recursos necesarios para la creación de una institución de enseñanza racional: la Escuela Moderna, creada ya en mi mente, tuvo asegurada su realización por aquel acto generoso.
Programa
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Extracto de "La Escuela Moderna".
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La misión de la Escuela Moderna consiste en hacer que los niños y niñas que se le confíen lleguen a ser personas instruidas, verídicas, justas y libres de todo prejuicio. Para ello, sustituirá el estudio dogmático por el razonado de las ciencias naturales.
Excitará, desarrollará y dirigirá las aptitudes propias de cada alumno, a fin de que con la totalidad del propio valer individual no sólo sea un miembro útil a la sociedad, sino que, como consecuencia, eleve proporcionalmente el valor de la colectividad. Enseñará los verdaderos deberes sociales, de conformidad con la justa máxima: No hay deberes sin derechos; no hay derechos sin deberes.
En vista del buen éxito que la enseñanza mixta obtiene en el extranjero, y, principalmente, para realizar el propósito de la Escuela Moderna, encaminado a preparar una humanidad verdaderamente fraternal, sin categoría de sexos ni clases, se aceptarán niños de ambos sexos desde la edad de cinco años.
Para completar su obra, la Escuela Moderna se abrirá las mañanas de los domingos, consagrando la clase al estudio de los sufrimientos humanos durante el curso general de la historia y al recuerdo de los hombres eminentes en las ciencias, en las artes o en las luchas por el progreso. A estas clases podrán concurrir las familias de los alumnos. Deseando que la labor intelectual de la Escuela Moderna sea fructífera en lo porvenir, además de las condiciones higiénicas que hemos procurado dar al local y sus dependencias, se establece una inspección médica a la entrada del alumno, de cuyas observaciones, si se cree necesario, se dará conocimiento a la familia para los efectos oportunos, y luego otra periódica, al objeto de evitar la propagación de enfermedades contagiosas durante las horas de vida escolar.
Los exámenes clásicos, aquellos que estamos habituados a ver a la terminación del año escolar y a los que nuestros padres tenían en gran predicamento, no dan resultado alguno, y si lo producen es en el orden del mal. Estos actos, que se visten de solemnidades ridículas, parecen ser instituidos solamente para satisfacer el amor propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después, las consiguientes enfermedades más o menos prematuras.
Cada padre desea que su hijo se presente en público como uno de los tantos sobresalientes del colegio, haciendo gala de ser un sabio en miniatura. No le importa que para ello su hijo, por espacio de quince días o un mes, sea víctima de exquisitos tormentos. Como se juzga por el exterior, se viene a la consideración que los dichos tormentos no son tales, porque no dejan como señal el más pequeño rasguño ni la más insignificante cicatriz en la piel...
Mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, procurando persuadirnos que estábamos rodeados de rivales que combatir, de superiores que admirar o de inferiores que despreciar. ¿Con qué objeto trabajamos?, se nos ocurría preguntar alguna vez, y se nos contestaba que ya obtendríamos el beneficio de nuestros esfuerzos o soportaríamos las consecuencias de nuestra torpeza; y todas las excitaciones y todos los actos nos inspiraban la convicción de que si alcanzásemos el primer puesto, si lográsemos ser más que los otros, nuestros padres, parientes y amigos, el profesor mismo, nos daría distinguidas muestras de preferencia.
Como consecuencia lógica, nuestros esfuerzos se dirigían exclusivamente al premio, al éxito. De ese modo no se desarrollaba en nuestro ser moral más que la vanidad y el egoísmo.
Extracto de "La Escuela Moderna".